El examen del problema de Cataluña permite distinguir tres niveles:
1º) Un nivel de poder, que es el ámbito en que actuaron los independentistas catalanes en 2017 cuando convocaron unilateralmente un referéndum e hicieron una brevísima declaración unilateral de independencia, sin respetar la legalidad vigente en toda España, la cual había sido aceptada por ellos mismos con su comportamiento constante.
2º) Un nivel de legalidad, que es el que rige y vincula a todos los españoles. Así, según el artículo 92 de la Constitución española es posible convocar un referéndum consultivo de todos los ciudadanos para las decisiones de especial trascendencia, como sin duda es el tema de la independencia de Cataluña.
La Ley Orgánica de Referéndum, 2/1980, de 18 de enero, en su artículo 5 indica que el referéndum se decidirá por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto en el ámbito que corresponda a la consulta. Por tanto, es posible la celebración de un referéndum consultivo en el territorio de la Comunidad Autónoma de Cataluña sobre su futuro siempre que se convoque con los trámites previsto en dicha Ley orgánica y en la Constitución, tales como que se requiere la previa autorización del Congreso de los Diputados por mayoría absoluta, a solicitud del Presidente del Gobierno y que dicha solicitud deberá contener los términos exactos en que haya de formularse la consulta, además de que corresponde al Rey convocar a referéndum, mediante Real Decreto acordado en Consejo de Ministros y refrendado por su Presidente, dejando claro que es una competencia exclusiva del Estado.
El decreto de convocatoria del referéndum podría establecer que sólo votasen los catalanes, si así se acuerda, y también cuál ha de ser la mayoría necesaria para conseguir la independencia. Todo es negociable si los partidos políticos son capaces de llegar a algún acuerdo.
3º) Un nivel filosófico, situado más allá del derecho y del puro poder fáctico, que es el que motiva el presente debate.
Se viene considerando como algo comúnmente aceptado que cada nación merece su propia independencia si así lo quiere. Y así se piensa por la mayoría de los españoles cuando miran con simpatía la cuestión de Ucrania o la de Escocia, y quizá antes las cuestiones del Kurdistán o del Tibet.
Se pueden advertir algunas semejanzas o analogías entre Cataluña y los países acabados de mencionar, en la medida en que todos ellos tienen un territorio y una lengua propia, y la mayoría o una buena parte de sus habitantes tienen la voluntad de constituirse en una nación independiente.
A lo anterior puede agregarse el hecho que la búsqueda de su independencia tiene como finalidad mejorar su situación política, económica y social, porque existe un sentimiento generalizado de que el país en el que se hallan integrados no presta suficiente ayuda o no promueve adecuadamente su evolución política, económica o social.
Sin embargo, no parece que sea posible afirmar que a los catalanes les ocurra esto, porque se trata de una nación cuyos habitantes tienen un buen nivel económico, son libres y gozan de una buena seguridad personal, y además cuentan con múltiples oportunidades para mejorar a cualquier nivel. Por lo que su afán de independencia no se termina de entender bien cuando no es posible afirmar con rotundidad que Cataluña es un país oprimido por España.
No obstante lo anterior, parece ser que muchos catalanes sí se sienten oprimidos al seguir formando parte de España, ya que consideran que el concepto de opresión no es el que regía en siglos anteriores como algo que recortaba o limitaba materialmente sus libertades o su desarrollo económico o cultural, sino que ahora parece entenderse la opresión como que España no permite que Cataluña tenga su propia identidad cultural, económica o social y que pueda desenvolverse en el mundo por su propio impulso e iniciativa.
Al parecer, el proyecto nacionalista catalán trata de consolidar su propia identidad y pretende ser una reacción u ofrecer una respuesta no sólo frente a la globalización generalizada sino también frente a instituciones españolas como podrían ser la Policía, la Justicia, la Educación, la Iglesia y otras más, que por otro lado son cada día más débiles. Y frente a todo esto, Cataluña trata de ofrecer su propia visión sobre todos los ámbitos a que esas instituciones se refieren y también su propia identidad frente a una globalización que es cada vez más absorbente.
Al mismo tiempo, los medios de comunicación social y las redes sociales suelen apoyar estas tendencias, y parecen calar en los más jóvenes, que son quienes con mayor ardor impulsan la independencia. Pero también se advierte que este proceso de independencia se desarrolla actualmente de un modo pacífico en el sentido de que ya no hay una lucha armada ni tampoco hay muertos, como sin duda habría ocurrido si esto hubiese sucedido en siglos anteriores.
De todo lo cual se desprende que se trata de un problema que es más simbólico que real. Dado el alto nivel de diálogo que tiene la sociedad española, y también la catalana, para abordar cualquier problema hablando y debatiendo sin enfrentamientos sangrientos, debería ser la vía de la palabra la que podría permitir encontrar una solución aceptada por todos.
En este sentido parece ser que hay que ser optimistas, porque el que Cataluña sea o no sea finalmente independiente no va a variar nuestras vidas. Si se produce la independencia, no cambiará casi nada para cada uno de nosotros, sobre todo si logramos deshacernos de los simbolismos y de las emociones con que habitualmente nos referimos a este problema.
Por otro lado, hemos de aceptar que si la independencia no se produce próximamente, el problema persistirá a lo largo de los años (never ending storie), se repetirá periódicamente, porque están ahí perennemente las razones o los fundamentos en que los independentistas basan su reclamación. Y esto exige que nos acostumbremos al tema y lo consideremos racionalmente, lejos de cualquier emoción perturbadora.
Además, el problema catalán queda enmarcado dentro de la construcción supranacional de la Unión Europea, lo que reduce su importancia y deja así de ser un conflicto pasando a ser un mero problema, aunque de importancia. Dentro de este ámbito supranacional, lo mejor podría ser buscar soluciones alternativas, como una federación o confederación, o bien un autonomismo en el que se reasignen los recursos fiscales de una manera diferente, quizá al modo como lo tiene el País Vasco.
De esta manera, aunque el referéndum podría ser una vía legal y políticamente aceptable, no parece ser una solución que contente a todos, sobre todo si se tiene presente que la mitad de los catalanes no son independentistas. El diálogo y el conocimiento de las posiciones de los demás son la vía para buscar la mejor solución posible, sin imposiciones que sólo conducen a un conflicto irresoluble. Carlos Climent
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